Benedicto XVI, el Papa de mente clarividente y de profunda palabra, de ancho corazón y de afable mirada, humildemente se ha apartado para dejar paso a un nuevo sucesor de Pedro, que con nuevas energías pueda afrontar los grandes retos que la Iglesia de Cristo tiene delante en este recodo de la historia.
Hablando el 14 de febrero al clero de Roma, Benedicto XVI recordaba su participación como teólogo al Concilio Vaticano II explicando que, en un momento en el que sentían que «la Iglesia no avanzaba, que se reducía» y que «parecía más bien una realidad del pasado que no una portadora de futuro», fueron al Concilio con la esperanza de que «la Iglesia pudiera ser de nuevo fuerza del mañana y fuerza del hoy» para la humanidad entera. También hoy, a las puertas de un nuevo papado, son muchos los que deseamos que la Iglesia, en un mundo globalizado en constante progreso, encuentre caminos y lenguajes adecuados para estimular e iluminar con el Evangelio de Cristo, más eficazmente y con una mayor incidencia, a mujeres y hombres de todas las latitudes.
El envejecimiento de la Iglesia en Europa contrasta con la vitalidad creativa que expresa en muchas Iglesias locales más jóvenes de otros continentes. No sólo en los países latinoamericanos donde el catolicismo es mayoritario, sino también en países asiáticos y africanos donde no lo es, la Iglesia manifiesta un dinamismo evangelizador que es muy esperanzador. El nuevo Papa, venga de donde venga, ejercerá su ministerio desde Roma, pero deberá hacerlo teniendo muy en cuenta la gran variedad de situaciones y sensibilidades de las distintas comunidades cristianas de todo el mundo.
La fuerte influencia italiana en el gobierno universal de la Iglesia durante siglos ha ido menguando en las últimas décadas, pero probablemente aún son demasiado eurocéntricas la gestión y la visión vaticanas en su conjunto. La «catolicidad» de la Iglesia, que abraza a todos los pueblos y lenguas, es sin duda un elemento constitutivo suyo que puede dar un nuevo vigor a la evangelización, también en el contexto europeo. Es por eso importante que la internacionalización de la Santa Sede refleje su vocación de poner en diálogo respetuoso y fructífero los varios ámbitos culturales y espirituales.
En este siglo XXI nuestro en el que culturas y religiones estrechamente conviven y continuamente interaccionan, la Iglesia podrá interpelar al mundo y ser un faro luminoso precisamente desde su «catolicidad», entendida no como afirmación defensiva de una identidad autorreferencial sino como apertura sincera a la multiplicidad y como experiencia de verdadera comunión en la diversidad.
Cinto Busquet
Puigcerdà, marzo 2013