Siete años vividos en Roma me han permitido vivir muchas experiencias de Iglesia universal que llevaré conmigo siempre en el corazón. Si tuviera que elegir una especialmente significativa, lo tengo fácil. Lo que viví el viernes 11 de junio en la plaza de San Pedro, con otros 15.000 compañeros sacerdotes de más de cien países, alrededor del papa Benedicto XVI, fue algo fuera de lo común. Fue una de aquellas vivencias que, con el paso de los años, creo que me harán sentir profundamente la alegría de poder decir: «Yo también estuve allí.». La mayor concelebración eucarística en Roma de la historia, con motivo de la clausura del Año Sacerdotal, fue un momento intenso de gracia y de esperanza.
Después de unos meses de una impresionante presión mediática en los que nos ha martilleado el escándalo de los abusos sexuales por parte de algunos miembros del clero y la mala gestión de los crímenes de pederastia en algunas diócesis del mundo en el pasado, Dios nos regaló el don de tres días luminosos en el centro de la catolicidad, durante los cuales el ministerio sacerdotal lució en toda su belleza y actualidad.
«¿Queréis uniros íntimamente al Señor Jesús, modelo de nuestro sacerdocio, renunciando a vosotros y renovando los compromisos sagrados que, impulsados por el amor de Cristo, habéis asumido a favor de la Iglesia?», nos preguntó Benedicto XVI. Retumbó fuertemente por toda la plaza los tres volo («Sí, quiero») que pronunciamos a una sola voz todos nosotros, también en nombre de los 408.024 sacerdotes que hay actualmente en todo el mundo.
Durante aquellos días de intensa fraternidad y de amistad con sacerdotes de innumerables lenguas y culturas, el «no tengáis miedo» de Jesús a sus discípulos, me resonaba interiormente con insistencia. Alguien quizás me tachará de soñador y de no tocar con los pies en el suelo, pero me nació la certeza de que, precisamente porque hemos tocado fondo y la falta de sacerdotes en varios países empieza a ser crítica, ha llegado el momento de la remontada. Jesús continúa llamando y atrayendo a jóvenes de todas las latitudes, también lo hará en nuestra tierra.
Amigos de Dios, amigos de los hombres. Amigos de Jesús, amigos del mundo. Amigos de la Vida, amigos de la Verdad. El término «sacerdote» se tiene que declinar siempre en plural. El celibato no quiere decir soledad. El celibato es una respuesta generosa a Dios que se nos ha dado para siempre en Jesús. Es el estilo de vida universalmente fraterno elegido libremente como don gozoso de uno mismo a todo el mundo. Y ser llamado a ser hermano y amigo de todos, no quiere decir aislarse en un estatus eclesiástico que aleja del mundo real. Quiere decir experimentar concretamente la amistad y el cariño de muchos. El presbítero, porque ama mucho, es muy amado. Los sacerdotes, si nos amamos, daremos un testimonio creíble del Cristo que predicamos.
Cinto Busquet
Roma, junio 2010