Los héroes de Fukushima

El mundo entero ha seguido día tras día con preocupación la inestable situación de la central nuclear de Fukushima después del terremoto y del tsunami que han golpeado duramente a Japón el pasado 11 de marzo. El pueblo japonés, además de un destrozo terrible sin precedentes desde la II Guerra Mundial y la muerte de miles de personas, ha tenido que afrontar días de una gran incertidumbre ante la posibilidad de que las explosiones en algunos de los reactores de la planta pudieran provocar el desencadenamiento de un accidente nuclear a gran escala, parecido al de la central ucraniana de Chernóbil en el año 1986 o incluso peor.

En un país donde todo funciona a la perfección y cualquier irregularidad está más que prevista, un panorama catastrófico tan complejo e ingobernable, sin embargo, ha desbordado cualquier previsión imaginable. Aún así, la sociedad en su conjunto ha reaccionado de manera ejemplar y, con el esfuerzo de todos, ha sabido vivir en esta situación de emergencia con una dignidad envidiable.

En momentos críticos de este tipo, lo mejor y lo peor de la naturaleza humana pueden ponerse de manifiesto. En el caso de las 420 personas que han trabajado incansablemente en la central de Fukushima para impedir la hecatombe, ha sido lo mejor: la capacidad humana de sacrificarse generosamente en bien de los demás, incluso cuando las circunstancias requieren una medida heroica. Los bomberos, los soldados y los técnicos que han intentado reconducir los reactores nucleares bajo control y frenar las fugas radiactivas, a pesar de saber que eso les podía perjudicar de manera irreversible la propia salud, han mostrado una grandeza de corazón que ha despertado la admiración y la gratitud de los millones de personas que se han beneficiado de su trabajo. Todos ellos han antepuesto el bien de la colectividad a los propios intereses personales, conscientes de que alguien inevitablemente tenía que sacrificarse por todos.

No han buscado la visibilidad ni el reconocimiento. Han hecho lo que era su deber, sin victimismos ni exhibicionismos, con auténtico espíritu de servicio. No han sido kamikazes ni locos; han sido hombres con miedo de morir y de sufrir, pero que no han rehusado la ocasión de ofrecer todo lo que tenían a su alcance para el bien de su pueblo.

«Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13), nos enseña Jesús. Hayan sido más o menos conscientes de ello, su ofrenda ha sido un verdadero acto religioso, ya que todo lo que se hace de manera sinceramente altruista da gloria a Dios y hace más visiblemente humana la sociedad. También desde este lado del planeta, les estamos agradecidos y rezamos por ellos.

Cinto Busquet
La Seu d’Urgell, abril 2011

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