Hasta dar la vida

Durante el año 2010, veintitrés agentes pastorales han sido asesinados en todo el mundo: un obispo, quince sacerdotes, un religioso, una religiosa, dos seminaristas y tres seglares. En esta lista oficial hecha pública hace pocos días por la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, habría que añadir numerosas víctimas de la violencia fundamentalista entre las comunidades cristianas de Egipto, Irak, Nigeria, Pakistán…

En su momento, tuvo una especial resonancia la muerte en Turquía del franciscano Luigi Padovese, vicario apostólico en Anatolia, el día antes de que Benedicto XVI fuera a Chipre a principios del pasado junio. Pese a no haber sido motivada directamente por odios fundamentalistas, su muerte —por la integridad y la coherencia de su vida— atestiguó que la respuesta cristiana a los ataques injustos es siempre la misericordia y el perdón. En una carta escrita exactamente dos meses antes, con fecha del 3 de abril, constataba: «Las Iglesias de Oriente Próximo viven desde hace años en situaciones de gran tribulación que culminan a menudo en actos de verdadera persecución, como sucede desdichadamente, con frecuencia cotidiana, en Irak y no tan sólo». Y ante este trágico panorama, afirmaba que «sólo la fecundidad del perdón frente a la estéril alternativa del odio y de la venganza» podrá llevar la paz a Oriente Próximo.

La solidaridad que mostraron muchos musulmanes a los cristianos después del atentado de la noche de Fin de Año en la ciudad egipcia de Alejandría, que costó la vida a veintitrés cristianos coptos ortodoxos, da a entender que no es con la revancha que se puede cortar la absurdidad de la violencia sino con la bondad de que nunca retrocede, pase lo que pase.

El papa Benedicto volvió a insistir en ello pocas horas más tarde, durante la celebración de la Jornada Mundial de la Paz: «La humanidad no puede mostrarse resignada a la fuerza negativa del egoísmo y de la violencia; no se puede acostumbrar a los conflictos que provocan víctimas y ponen en riesgo el futuro de los pueblos». Para lograr una paz estable y justa, es necesaria la acción decidida y constante de los gobernantes, pero hace falta sobre todo que cada uno de nosotros «sea animado por un auténtico espíritu de paz, que hay que implorar siempre de nuevo en la oración y vivir en las relaciones cotidianas, en todos los ambientes».

Los cristianos estamos llamados a ser portadores de paz y de reconciliación a todos los niveles. Y esto lo haremos sobre todo no tanto haciendo o dando algo, sino en la medida en que nos damos a nosotros mismos en bien de nuestros hermanos. Y cuando alguien se ha dado del todo, ya no tiene miedo de que le quiten nada, ni siquiera la vida.

Cinto Busquet
La Seu d’Urgell, enero 2011

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