Otro año más, en el hemisferio Norte, del 18 al 25 de enero ha tenido lugar la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, con el lema este año: «¿Qué exige el Señor de nosotros?» (Mi 6,6-8). El texto del profeta Miqueas que ha inspirado esta octava indica que lo que Dios quiere de los creyentes es que practiquen la justicia, que amen la bondad y que se comporten humildemente.
En la solemne ceremonia de inauguración del Año de la Fe, el 11 de octubre, en la plaza de San Pedro, destacaba junto al Papa la presencia del Patriarca de Constantinopla Bartolomé I y del Primado de la Comunión Anglicana Rowan Williams. Muy significativas en aquella ocasión las palabras del Patriarca Ecuménico de las Iglesias ortodoxas: «En el actual torbellino de violencia, separación y división que va intensificándose entre pueblos y naciones, que el amor y el deseo de armonía que aquí profesamos y la comprensión que buscamos mediante el diálogo y el respeto mutuo, sirvan como modelo para nuestro mundo.» Y el día anterior, hablando a los participantes en el Sínodo de los Obispos, el arzobispo de Canterbury afirmaba que «una verdadera labor de evangelización será siempre también una nueva evangelización de nosotros mismos como cristianos» y precisaba que el viaje de los discípulos de Cristo hacia la madurez «no está organizado por un ambicioso ego, sino que es el resultado de la insistencia y de la atracción del Espíritu en nosotros».
Después del entusiasmo posconciliar en el camino ecuménico, actualmente vivimos más bien un momento de desencanto respecto a los resultados concretos obtenidos. Ciertamente, han desaparecidos los anatemas y las desconfianzas viscerales recíprocas, sin embargo, el acercamiento de las diferentes Iglesias cristianas con vista a la plena comunión es lento y fatigoso, y las respectivas dinámicas eclesiales parecen favorecer el mantenimiento del statu quo más que el compromiso de avanzar hacia un pleno reconocimiento unos de otros y una unidad visible e institucional, en la legítima diversidad de tradiciones y expresiones eclesiales, de todos los cristianos.
A los cincuenta años del inicio del Concilio Vaticano II, es necesario reavivar el espíritu ecuménico que lo caracterizó. La plena unidad de los discípulos de Cristo no es optativa, es una exigencia interna de nuestra propia fe. La oración de Jesús por la perfecta unidad de sus seguidores (cf. Jn 17) deja muy claro que todos ellos, sin excepciones y sin matices, están llamados a vivir en total comunión de amor entre ellos y con Dios.
No es posible dar un testimonio creíble de la Buena Nueva de Cristo estando desunidos. Una nueva evangelización de nuestras sociedades requiere una mayor comunión dentro de nuestras respectivas Iglesias y entre las diferentes Iglesias cristianas. Esta comunión, sin embargo, exige a todos perder algo, para acoger juntos lo que el Espíritu hoy nos ofrece.
Cinto Busquet
Puigcerdà, enero 2013