Hispania: una realidad cambiante

El lunes 28 de junio regresé a Cataluña tras 26 años viviendo fuera. El mismo día, el Tribunal Constitucional hacía pública su sentencia sobre el Estatuto de Autonomía. Diecisiete años vividos en Japón han hecho que me dé cuenta de mi identidad cultural como occidental y como europeo. Ocho años vividos en Italia, de mi identidad «hispánica». Un año vivido en Suiza me ha hecho entender qué quiere decir un Estado basado realmente en la voluntad libre de un pueblo y en el respeto de la pluralidad. Los veintiséis años vividos lejos de mi tierra y de mi pueblo me han confirmado que tengo una sola patria con la que mi corazón «vibra»: Cataluña.

Creo que con mi currículum existencial y con mi compromiso eclesial, nadie me puede tachar de localista o de insolidario. Además, desde muy joven, estoy vinculado al Movimiento de los Focolares, una institución eclesial que tiene como finalidad específica trabajar por la unidad de los hombres y de los pueblos, yendo más allá de barreras religiosas, políticas, culturales o sociales. Creo en la unidad radical de la familia humana, que se arraiga en Dios mismo: perfecta unidad en la distinción del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En este momento histórico, en el que es evidente que hay que pensar nuevamente las reglas de convivencia entre los pueblos que hoy forman España, creo que los cristianos de todos los lados y sensibilidades tendríamos que ser semilla de diálogo y ejemplo de apertura mental, tratando de superar las reacciones viscerales que a menudo se manifiestan cuando se toca el sentimiento nacional de las personas.

«El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27), ha dicho Jesús. El criterio máximo del Evangelio es el hombre en él mismo, no la norma establecida o la tradición: la libertad y la dignidad del hombre, y por tanto de los pueblos. Según el artículo 2 de la Constitución española, ésta «se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». En esta afirmación, estoy convencido que radica la clave de todo el problema. Un Estado debe fundamentarse en la libre voluntad de los hombres y de los pueblos que está destinado a servir: no se puede autoproclamar como principio absoluto.

Desde los tiempos del Imperio Romano hasta el siglo XVII, Hispania (o España, llamadla como queráis) comprendía también Portugal. Para encuadrar correctamente el problema «español», creo que hay que tenerlo presente. Estamos en el siglo XXI, e Hispania forma parte de la Unión Europea. Nadie quiere crear fronteras ni crear conflictos. Los pueblos hispánicos estamos geográfica y culturalmente hermanados desde los inicios de la historia, pero a lo largo de los siglos nos hemos gobernado y estructurado de diferentes maneras. Los cristianos «hispánicos» tenemos una ocasión única para favorecer una comprensión y un respeto mayores entre nuestros respectivos pueblos.

Cinto Busquet
La Seu d’Urgell, julio 2010

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