Homosexualidad y derechos civiles

El pasado mes de junio, Nueva York se ha convertido en el sexto Estado de Estados Unidos que reconoce el matrimonio entre dos personas del mismo sexo. Sólo han pasado diez años desde que Holanda se convirtió en el primer país del mundo que equiparó legalmente las uniones homosexuales con el matrimonio entre un hombre y una mujer. Siguieron Bélgica (2003), España y Canadá (2005), Suráfrica (2006), Noruega y Suecia (2009), Portugal, Islandia y Argentina (2010).

Los obispos de Nueva York han emitido un comunicado en el que recuerdan la enseñanza de la Iglesia de que «es necesario tratar a las personas homosexuales con respeto, dignidad y amor», pero al mismo tiempo afirman con firmeza que «el matrimonio es la unión de un hombre y de una mujer, para toda la vida y basada en el amor, unión abierta a los hijos, ordenada al bien de estos niños y de los propios esposos» y que esta definición no puede cambiar. Por este motivo, los obispos exhortan a la sociedad americana a «recuperar lo que parece haber perdido: una verdadera comprensión del significado y del papel del matrimonio».

Es cierto que las personas homosexuales han sufrido a menudo en el pasado -y también desgraciadamente en el presente sufren en no pocos países del mundo- vejaciones muy dolorosas y discriminaciones injustas a causa de su orientación sexual. Y este fenómeno, así como cualquier otra injusticia, tiene que ser combatido. El propio Catecismo de la Iglesia católica indica que «un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas» y que se debe evitar respecto a ellos «todo signo de discriminación injusta» (n. 2.358). Ahora bien, reconocer los derechos de todos los hombres y mujeres como personas, independientemente de sus características y de sus opciones de vida, no quiere decir que se tenga que nivelar la vida matrimonial y familiar con la convivencia entre dos personas del mismo sexo.

El Estado debe garantizar la libertad de los ciudadanos y tiene que regular los deberes y los derechos que comportan las diferentes relaciones sociales que sus ciudadanos mayores de edad quieran libremente establecer. Por tanto, en el contexto occidental actual, no es extraño que los Estados quieran legislar sobre posibles derechos y deberes en las relaciones que personas homosexuales deseen establecer entre ellas de manera estable y pública. Ahora bien, esto no significa que los Estados tengan que promover o favorecer, y mucho menos parificar con el matrimonio, las uniones homosexuales.

El debate está abierto y las sensibilidades son muy diversas. Los cristianos necesitaremos encontrar nuevos caminos, con un lenguaje inteligente y amable, para ayudar a nuestras sociedades a redimensionar la problemática y para impulsar a los Estados a sostener la familia y el compromiso de todos ellos hacia ella.

Cinto Busquet
La Seu d’Urgell, julio 2011

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