En mis primeros años de vivir en Japón, hacia el final de los años ochenta, me impresionaba que mis interlocutores japoneses, cuando les decía que era de Barcelona (aunque soy gerundense, era la forma que encontré de identificarme culturalmente de una manera comprensible), a menudo me hablaban rápidamente de Gaudí y de la Sagrada Familia. El artista catalán y su obra les atraía, les sugería algo noble y universal que sentían también suyo, más allá de la diversidad de culturas y de la lejanía geográfica.
Yo me encontraba en Japón con el deseo de compartir mi fe cristiana y, fuera del ámbito estricto de la Iglesia, constaté muy pronto lo difícil que era entenderse y suscitar un cierto interés cuando afrontaba abiertamente el tema religioso. Como buen occidental y aprendiz de misionero, creía que, dando buenas y exhaustivas explicaciones, conseguiría tarde o temprano convencer y acompañar hacia la experiencia cristiana a quien me escuchaba. Con el tiempo, me di cuenta de que con este método las puertas, más que abrirse, se me iban cerrando.
Las profundas razones que mueven a las personas en su comportamiento y en sus decisiones, antes que en la cabeza, residen más bien en el corazón. El sentido de lo sagrado que nos abre a la dimensión del Misterio de Dios nace de un sentimiento y no de un razonamiento. Por eso el arte, como medio generador de sensaciones y sentimientos, conduciéndonos hacia la contemplación de la Belleza, empuja a quien lo admira, aunque no sea siempre consciente, hacia Aquél que es el origen y el fundamento de todo lo que es bello.
Explica el escritor Marià Manent en el año 1916 que, después de una misa muy concurrida en la cripta de la Sagrada Familia donde participó también Antoni Gaudí, un señor le dijo: «Que lástima que no podamos volver muchos años después a contemplar la obra del Templo terminada.» El arquitecto replicó con convencimiento: «Oh no, porque en el Cielo hay cosas mucho más grandes y bellas. Entonces desde allí arriba diremos: qué era aquel Templo sino algo pequeño».
Con la venida del Papa, Cataluña y el mundo entero han mirado hacia el templo de la Sagrada Familia. Y la mirada de creyentes y no creyentes no ha podido detenerse en la piedra de sus muros y de sus formas, ha tenido que levantarse hacia el cielo que señalan sus torres. El Dios que nos muestra Jesucristo, sin duda, es un Dios que vive entre nosotros, un Dios que se ha hecho hombre y que quiere seguir hablando a los hombres de nuestro tiempo a través de la humanidad de quienes hemos sido llamados a formar parte de su Iglesia, el templo vivo de Dios en medio de los hombres.
Cinto Busquet
La Seu d’Urgell, noviembre 2010