El rechazo casi unánime a la desacertada mención a la guerra civil, por parte del cardenal Antonio M. Rouco durante el funeral de Estado por Adolfo Suárez, ha puesto de manifiesto, una vez más, cuáles no deben ser el estilo y los contenidos de las intervenciones públicas de los representantes eclesiales. No se puede, por un lado, sostener que los cristianos están llamados «con urgencia histórica a ser y servir de fermento de nueva humanidad en medio de sus conciudadanos, afrontando humilde y valientemente el compromiso del amor cristiano con la sociedad y con el pueblo al que pertenecen»; y por otro, evocar el espectro de la guerra civil, dejando entender que los hechos y las actitudes que la causaron también hoy podrían provocar algo parecido.
El todavía arzobispo de Madrid apeló a la necesidad de la concordia «ahora y siempre en la vida de los españoles, de sus familias y de sus comunidades históricas», y esto es digno de encomio; sin embargo, la concordia entre las personas y los pueblos sólo se mantiene y se consolida sobre el reconocimiento recíproco de los respectivos derechos y el cumplimiento de los propios deberes, y esto es lo que precisamente está en juego, muy concretamente en este momento histórico, en las relaciones entre el Estado español y Cataluña.
Se entiende que el cardenal, como muchos otros españoles, sea contrario a la idea de que Cataluña llegue a ser un nuevo Estado independiente, porque la siente parte integrante de España; pero como obispo, teniendo presente el empecinamiento de las instituciones del Estado a no acoger las legítimas aspiraciones de una aplastante mayoría del pueblo de Cataluña a pronunciarse democráticamente sobre el propio futuro político, debería ser el primero en defender el «derecho a decidir» del pueblo catalán, si realmente quiere contribuir a la concordia de los pueblos que hoy constituyen España.
Parece ser que soplan aires nuevos en la Conferencia Episcopal Española, más en consonancia con el estilo respetuoso y dialogante del papa Francisco, y esperemos que esto ayude al conjunto del episcopado español a apropiarse de las declaraciones inequívocas de los obispos catalanes sobre la realidad nacional catalana. Somos ciertamente todos responsables, como afirmaba también el cardenal en su polémica homilía, de que nuestra gran tradición espiritual compartida «no sólo no se pierda, sino que renazca»; pero esto sin duda se verá facilitado si, los que son el rostro institucional de la Iglesia en España, evitan provocaciones contraproducentes a nuestro objetivo común de comunicar, a todos con más eficacia, la alegría de la Buena Noticia cristiana.
Cinto Busquet
Puigcerdà, abril 2014