Entre Oriente y Occidente

Entre Oriente y Occidente
en busca de un sentido

Prólogo a la edición castellana de Manuel María Bru

Si hay un lenguaje en el que todos los hombres pueden hablar y entenderse, ése es el lenguaje de la vida. A través de él podremos hablar de las cosas que, durante siglos, más nos hayan llevado a los hombres a desentendernos, desconfiar, discrepar e incluso enfrentarnos; pero si realmente hablamos no el lenguaje de la ideología, de la imposición, del prejuicio o de la cerrazón, sino el lenguaje de la vida, todos estamos abocados, más pronto o más tarde, a entendernos. O mejor dicho, a entender juntos lo que Otro, cuya voz se hace sutilmente audible en nuestro corazón, susurra, llevándonos a los dialogantes por el camino de una sabiduría sin ocaso. Sólo hay que tener en cuenta un secreto: para escuchar esta voz, hay que escuchar al otro. Para aprender el lenguaje de esta voz, hay que aprender el lenguaje de la escucha, que requiere un orden preciso: primero amar y entender al otro; y sólo luego, dejar que el otro te ame y te entienda. Éste es el secreto del diálogo, tan necesario como siempre lo ha sido en toda la historia, y tan apasionante y urgente como nunca entre Oriente y Occidente o, mejor dicho, entre los hombres y mujeres concretos que transitan, en esta «aldea global», el camino del Oriente al Occidente y viceversa.

Este libro de Cinto Busquet es un manual preciso y seguro para aprender a dialogar, no como esos recetarios para todo, artificiales y mecánicos, sino con el brillo de buena pluma puesta al servicio de una gran luz. Esa luz que consigue, como siempre lo ha hecho la mejor literatura de cada tiempo, dosificar su brillo y calor para no deslumbrarnos, por un lado; y por otro lado, para dejar que seamos los lectores los que, llevados de la mano a su contemplación, podamos ir descubriendo por nosotros mismos aquellas bocanadas de realidad que el autor nos mantiene aún escondidas.

Pues este libro nos abre a una luz muy superior a la que es capaz de reflejar su autor y cualquier otro autor, pero que es posible precisamente porque el autor se presenta como espejo donde ésta se refleja. Y así el diálogo que nos propone no es ni abstracto ni idealista, sino auténtico y transparente; es un diálogo a tres bandas: el hombre oriental, el occidental (en cada lugar, por muy pequeño que sea, siempre hay microcosmos, con un Oriente y un Occidente, un Norte y un Sur que amenazan división y que ansían unidad), y el hombre de todos, el hombre universal, el hombre nuevo nacido para unir. Este tercer interlocutor del diálogo es en este caso el autor del libro, que se hace paulatinamente más creíble y convincente no tanto por la fuerza argumentativa de su reflexión, como por la atractiva persuasión de su vivencia y testimonio personal.

Leyendo estas páginas uno tiene la oportunidad de encontrarse con el testimonio de alguien que a lo largo de los años, entre Oriente y Occidente -parafraseando algunas de sus expresiones-, ha sabido escuchar y ensanchar el horizonte de la mirada, descalzarse ante ese lugar sagrado que es cada ser humano, hacer de cada cultura su propio hogar, ser fuerte en la debilidad y buscar siempre el rostro de Dios. Un testimonio de diálogo sincero que busca la verdad desde la caridad, sin claudicar ante el falso «buenismo» del relativismo o del sincretismo, pero al mismo tiempo sin encerrarse en la no menos fácil tentación de la soberbia de quienes se sirven de una verdad que les es regalada, para rechazar la no menos verdad de la dignidad de cada hombre.

Por todo ello, Entre Oriente y Occidente es un ejemplo de vida y de reflexión de aquello que el siervo de Dios Juan Pablo II decía de la vocación del cristiano: aquel que, como el profeta Isaías, «está puesto como centinela encima de la muralla (cf. Is 21, 11-12) para discernir los desafíos humanos de las situaciones presentes, para percibir en la sociedad los gérmenes de esperanza y para mostrar al mundo la luz de la Pascua, que ilumina con un nuevo día todas las realidades humanas» (Atenas, 5 de mayo de 2001).
Manuel María Bru Alonso,
sacerdote y periodista


Prólogo a la edición original de Joan Rigol

El libro Entre Oriente y Occidente es un viaje vital hacia la diversidad cultural de nuestro mundo globalizado y un viaje hacia el interior de la persona que busca el sentido de su vida. El autor nos invita a compartir con él este trayecto. No se trata de una narración autobiográfica, pero todo el libro está impregnado de su experiencia personal. Nos hace partícipes de su intimidad, de sus convicciones, de manera que el lector se siente espontáneamente cómplice de su aventura, de su trayectoria. El camino que se nos propone es buscar una vida llena de sentido. «Quiero ofrecerme a ti tal como ahora soy, con lo que llevo dentro, con lo que creo y con lo que he vivido, y me atrevo a invitarte a entrar en el recinto de mi interioridad». No es un viaje simplemente marcado por un punto de partida y otro de llegada. Hay que estar atento al surco que deja nuestra trayectoria, que a la vez va perfilando el trazo de nuestra personalidad.

El inicio de este camino es la vivencia personal de la llamada de Dios a seguirlo. Cinto Busquet siente esta llamada muy joven, siendo adolescente. La opción fundamental de su vida consiste en seguir las pistas de esta llamada, dejándose plasmar por la presencia de Dios en su propia vida. «Creer comporta acoger la realidad por lo que es en sí misma, sin reducirla a nuestra medida y ajustarla a nuestros caprichos […]. Tener fe lleva como consecuencia conseguir ir más allá de los condicionamientos que nuestra experiencia nos impone, aceptar que lo real siempre será más grande y más profundo de lo que abarcamos y entendemos en el momento presente […]. Creer quiere decir, humildemente, aceptar ser limitado y escuchar con el corazón el testimonio de los demás, y estar abierto a Dios, que nos sorprende y se nos revela en nuestra historia de forma imprevista mientras estamos en camino».

El viaje más grande del hombre nace en el interior de su corazón, al ofrecer su disponibilidad a Dios. Se trata de asumir la realidad de nuestros condicionamientos y de nuestras limitaciones y a la vez abrirnos completamente a la potencialidad de nuestro espíritu en busca de nuestro sentido trascendente. Seguir la llamada de Dios es ampliar al máximo el registro de la perspectiva de nuestra vida humana. Obedecer a Dios nos permite desplegar plenamente la creatividad de nuestro proyecto de vida. La narración que nos propone el autor consiste en entretejer libertad y compromiso, creatividad y obediencia, fidelidad y confianza.

En este proyecto de vida, Cinto Busquet encuentra compañeros de viaje por todas partes. Desde su Gerona natal hasta Japón, va descubriendo amigos, hermanos. Con todos ellos establece un diálogo vivo, respetuoso, sincero. Es la gran aventura de la comunicación interpersonal, del diálogo en el espíritu. Hay que comenzar la caminata desde el querer «conocer» sinceramente al otro, con una mirada limpia, descubriendo en él la riqueza de sus valores. Del conocer hay que pasar al «comprender»; es decir, a enriquecer nuestra mirada con la mirada del otro. Y así, llegar al hito de «compartir» fraternalmente. Cada vez que nos encontramos con personas, culturas o civilizaciones, el entorno nos invita a seguir este proceso. Es un tejido de relaciones lleno de humanidad.

En nuestro mundo, donde la globalización se experimenta en la vida diaria, nos exponemos a mirar el mundo sin verlo, a encontrarnos físicamente con personas pero sin conocerlas. La globalización puede convertirse en algo anecdótico, superficial; hay que entrar con estima en las diferencias de civilización y de cultura para ver la auténtica relevancia de la riqueza de las distintas colectividades humanas. Este libro muestra cómo el diálogo intercultural e interreligioso puede ser vivido como experiencia personal desde el sentimiento de fraternidad universal. Es bueno constatar que, al adentrarse el autor en este mundo globalizado, necesita afirmar su sentido de pertenencia, de catalanidad, de fidelidad a la lengua. Es necesaria la identificación cultural, que nos permite ser miembros de un pueblo en medio del concierto mundial de los pueblos, para poder ejercer nuestra condición de hijos de una comunidad cultural. Identificación y universalidad están plenamente interrelacionadas en su vida.

A medida que avanzamos en la lectura del libro, vamos captando el testimonio de quien, siguiendo la llamada de Dios, va ampliando el horizonte de su vida. Seguir el camino de Dios implica asumir que nuestra vida es un proyecto por desarrollar, una misión que cumplir en medio de la humanidad. La generosidad de poner al servicio de Dios y de los demás nuestra existencia comporta recibir mucho más de lo que damos. Por eso, Cinto Busquet nos propone acompañar a las personas al misterio del Dios hecho Hombre, Jesucristo. Es hacerse servidor del mensaje evangélico, de las bienaventuranzas; ésta es la misión de la Iglesia: «Si la Iglesia es considerada “santa”, es porque los santos dejan que actúe con fuerza el Espíritu Santo, que todo lo santifica. La institución y la jerarquía son necesarias, pero sin los carismas del Espíritu, que hacen florecer con múltiples colores la Iglesia, ésta sería más una máquina que oprime, que un hogar donde todos podemos calentarnos a su rescoldo». La Iglesia es el Sacramento. La experiencia humana lleva al autor a comprender la realidad sacramental, que brota de la misma vida humana y llega a hacer presente la gracia que Jesucristo nos ha dejado. De hecho, su misión sacerdotal, tan presente a lo largo de la obra, se nos presenta como un servicio al diálogo que Dios ha abierto con la humanidad a través de su Hijo. «Los cristianos no estamos llamados a convencer a nadie con razones y palabras. Tenemos que hacer posible que Cristo, vivo entre nosotros, se manifieste por sí mismo y toque el corazón de aquellos con quienes nos encontramos». A mi entender, éste es el punto álgido del viaje que Busquet nos propone: su sacerdocio como sacramento de la Iglesia.

Dios es Amor, y esta realidad es el fundamento de su opción de vida; es una entrega radical hecha de interioridad y de totalidad. Es un viaje hacia el interior espiritual que nos modela como personas, y a la vez es un viaje que nos proyecta hacia el otro, hacia los demás: del «corazón» a aquello de lo que Dios nos habla a toda la humanidad, de Oriente a Occidente.

Recuerdo la conversación que tuve en el Parlamento de Cataluña cuando, siendo presidente, recibí a Chiara Lubich: el horizonte de la política hecha desde el compromiso cristiano no es ni imponer una ideología determinada, ni simplemente administrar la confrontación de intereses particulares. Es saber inducir mediante el testimonio de uno mismo a todos los ciudadanos a mantener actitudes de valores comunitarios; fomentar la construcción de una comunidad humana universal con sentido de fraternidad; fundamentar la tolerancia y el civismo con espíritu de fraternidad. No es fácil, pero tampoco es una utopía, porque Ítaca es el viaje si sabemos ver a Dios en el rostro del hermano.
Joan Rigol,
Ex presidente del Parlamento de Cataluña


Comentario de Ana Hidalgo, revisora de la versión castellana

Este libro hay que leerlo despacio, y no porque sea árido o difícil de entender. Si uno no se da cuenta, se deja llevar por un estilo ameno y sugerente, muy personal, mediante el cual Cinto Busquet relata sensaciones e impresiones sobre lugares, retazos de su propia historia entreverados siempre con la vida de otras personas y enriquecidos aquí y allá con interesantes referencias históricas… que le sirven para abrirnos la puerta de su «recinto interior» y ofrecernos sencillamente sus reflexiones sobre Dios, la vida, la enfermedad y la muerte, la identidad religiosa y cultural, la libertad, la grandeza y la miseria de los hombres… Ante nosotros vemos desplegarse todos los grandes temas que atañen al hombre y a las relaciones entre los hombres y con Dios, temas demasiado vitales y profundos como para sobrevolarlos con una lectura rápida. Conviene saborear cada palabra y cada capítulo para descubrir al final un hermoso mosaico del que, sin darse cuenta, también el lector ha entrado a formar parte como una tesela más.

Cinto Busquet es un hombre fuertemente marcado por su identidad catalana -«es imposible poder abrirse a lo nuevo sin “ser” algo en particular»- que, sin embargo, ha sabido «perder» para entrar profundamente en los distintos ámbitos culturales en que ha vivido, en particular en Japón. Este esfuerzo por «hacerse uno» hasta poseer la lengua, la cultura y casi hasta la religión del otro -sin por ello perder ni un ápice de su identidad como católico- impregna completamente su trayectoria vital.

Dice desde el principio que no tiene la intención de escribir un libro de temática religiosa, sino de «compartir contigo lo que tengo dentro… Y no puedo dejar de lado a Quien me acompaña desde siempre…». Y sin más, presenta al Dios Trinidad, el Dios Familia que es la medida de todas las relaciones humanas y da pleno sentido al diálogo que entabla con distintas tradiciones religiosas, desplegado a lo largo de todo el libro. Este Dios «es siempre Padre, Hermano y Amigo. No condena, sino que anima. No aplasta, sino que hace que vivamos. No es el Gran Titiritero que mueve los hilos de nuestra existencia, sino el Compositor de una música que interpretamos nosotros con nuestra vida. Es… una Presencia… que nos ve, nos sostiene y nos guía».

Con un profundo amor por la Iglesia, de la que se siente hijo sin dejar de ser consciente «de sus luces y de sus sombras», desbarata muchos prejuicios y errores muy extendidos con su modo de presentar los consejos evangélicos (pobreza, castidad y obediencia), los sacramentos y otros elementos esenciales del cristianismo, que se pueden proponer -como él mismo dice- no sólo a los católicos o a los cristianos en general, sino a cualquier persona que quiera sacar lo mejor de den­tro y liberarse de todo lo que la lleva a encerrarse en sí misma.

Dios es Amor. Para el cristiano, ninguna cultura ni religión ha sido olvidada por Dios, y su Espíritu se manifiesta en todas las tradiciones religiosas. Son de una belleza conmovedora sus experiencias de diálogo profundo con el judaísmo: «…la historia del pueblo de Israel nos puede ayudar a entender mejor quién es Dios y quiénes somos nosotros, y a qué tipo de relación con Él estamos llamados». O con el mundo islámico, «que testimonia con fuerza la presencia de Dios a nuestro Occidente demasiado rico y secularizado».

Cinto Busquet pone en guardia a los cristianos contra la «arrogancia espiritual», el pensar «que nos hemos apropiado totalmente de la verdad y que poco o nada podemos aprender de los demás». Se acerca a las distintas religiones de puntillas, con un espíritu de escucha que se ha afinado, como él mismo confiesa, en contacto con las tradiciones espirituales asiáticas. Mediante relatos de su propia vida, llenos de poesía, nos abre a horizontes desconocidos para la mayoría de los occidentales, nos lleva a considerar toda limitación no como algo negativo en sí mismo, sino como una «bendición del cielo». «Es hablando y escuchando como nuestras verdades se van completando y se van acercando a la Verdad». Y para ello, como él mismo dice, hay que «descalzarse de muchas cosas».

Una visita al santuario italiano de Loreto, donde, según una antigua tradición, fue trasladada la casita de Nazaret, le da pie a una sencilla reflexión sobre el sentido de la muerte para los cristianos: un relato conmovedor sobre todo por la actitud vital, por el clima de familia que recorre todo el libro y que no es otro que la presencia del Emmanuel, el «Dios con nosotros». Y es el gran descubrimiento del focolar, un «hogar» espiritual donde cristianos comprometidos desean vivir como José y María lo habían hecho en su casa de Nazaret, con Jesús siempre en medio de ellos. Y a Jesús, «el rostro humano de Dios», lo podemos reconocer en cualquier hombre o mujer que nos encontremos.

Ana Hidalgo


“El libro es inspirado y luminoso, con una notable capacidad narrativa y descriptiva. Está escrito como si fuera un diario personal, donde el autor combina algunas situaciones que vive con diversos temas que éstas le evocan. Es una especie de danza entre Occidente y Oriente a partir de sus experiencias y, al mismo tiempo, una reflexión muy bien articulada y sugestiva sobre la fe, la vida, el diálogo cultural e interreligioso”.
Xavier Melloni i Ribas, teólogo y antropólogo

El libro se compone de treinta y seis breves capítulos. Para conocer el estilo del libro, aquí tienes a disposición el capítulo

Descalzo, porque toda tierra es sagrada.

Una religión que me ha marcado considerablemente es el budismo. Llevo casi veinte años relacionándome con ella, y tengo que reconocer que el contacto directo y cotidiano con un mundo culturalmente budista como el japonés y el haber establecido relaciones de amistad con monjes y laicos budistas, además del estudio personal de sus doctrinas y sus textos, me han ensanchado la visión de las cosas y me han hecho profundizar en mi experiencia espiritual, y por lo tanto creo que me han ayudado, en el fondo, a ser mejor cristiano.

Cuando llegué a Tokio conocía muy poco del budismo, sólo lo que había podido aprender con algunas lecturas muy generales que había efectuado en los meses anteriores, en preparación al «gran salto». Mientras estaba pasando un breve período en Irlanda para perfeccionar el inglés -ya que también esta lengua me sería de gran utilidad en Japón, sobre todo antes de llegar a un mínimo dominio del japonés-, un fin de semana tuve la ocasión de visitar Belfast, durante el cual un conocido me regaló el libro El ojo interior: misticismo y religión, de William Johnston, un jesuita oriundo de esa ciudad con más de cuarenta años vividos en Japón. Gran conocedor de san Juan de la Cruz y de otros místicos cristianos, el padre Johnston intercalaba en su libro escritos y reflexiones espirituales de la tradición cristiana con conceptos y experiencias del ámbito budista. El resultado obtenido no era en absoluto un amasijo artificial de elementos heterogéneos. El jesuita se identificaba siempre y sólo como cristiano, y no pretendía hacerse ni portavoz de sus amigos budistas ni altavoz de los grandes sabios de esa tradición; pero al mismo tiempo, como hombre de espíritu abierto y sincero, quería compartir lo que de ellos había aprendido y seguía aprendiendo.

Empecé a leer el libro en Dublín, donde me alojaba entonces, pero, al darme cuenta de la importancia que el contenido podría tener para mí, lo quise saborear sin prisas. Me detuve con atención en algunas de sus páginas durante el vuelo a Japón mientras sobrevolaba Siberia, y lo terminé en el apartamento bonsái del centro de Tokio donde pasé mis primeros meses de estancia en ese país. La ventana de mi minúscula habitación daba a un templo budista rodeado de tumbas, y la de nuestro cuarto de estar, en donde no podíamos estar todos a la vez, daba a un gran complejo editorial de la Soka Gakkai, un nuevo movimiento laico budista japonés, más bien combativo con las demás religiones, que dispone de centros propios también en Occidente. Al entrar en mi nuevo hogar, como se suele hacer sin excepción en todas las casas japonesas, tuve que quitarme los zapatos nada más pisar el umbral, antes de subir el escalón que señala claramente el interior y el exterior de todas las viviendas. No pasaron muchos días sin ser plenamente consciente de que, para penetrar en ese nuevo mundo que me estaba acogiendo, tendría que descalzarme de muchas más cosas. Para conseguir ver con el «ojo interior» tendría que hacer silencio y escuchar, también con todo mi cuerpo, lo que sólo el corazón es capaz de comprender. Fue el padre Johnston, a quien conocí personalmente mucho más tarde, quien con su libro me proporcionó la llave para entrar respetuosamente en el universo budista.

A las pocas semanas de mi llegada me invitaron a visitar el templo central y las instalaciones adyacentes de la Rissho Kosei-kai, otro movimiento budista contemporáneo, con el cual colaboraban mis compañeros desde hacía años. A diferencia de la Soka Gakkai, la Rissho Kosei-kai promueve el diálogo interreligioso, y su fundador, Nikkyo Niwano, laico budista de profunda espiritualidad y exquisita sensibilidad, apoyó la colaboración de su asociación con la Iglesia Católica desde que, durante el Concilio Vaticano II, había tenido la oportunidad de saludar personalmente al papa Pablo VI. El dirigente con el que visité el centro me explicó con la ayuda de un intérprete, ya que aún no hablaba ni entendía la lengua, el significado de los signos budistas que íbamos encontrando a lo largo de nuestro recorrido. Me impresionó especialmente una estatua de Kannon, el bodhisattva más popular en Japón, que personifica la compasión ilimitada del Buda Eterno en la tradición mahayana, que es la que se difundió en China, Corea y Japón, y posteriormente también en Tibet y Mongolia. De ambos costados de la estatua, cuarenta brazos sostenían cada uno un objeto distinto. Simbolizaban las innumerables formas en las que somos socorridos por la Realidad Última y la multiplicidad de expresiones en las que podemos manifestar nuestra compasión con los demás. Me sentí íntimamente conmovido ante esa imagen. Todas las religiones deben ayudar a la persona a cultivar la compasión y el amor si quieren realizar su objetivo primordial, y para mí en ese momento era evidente que también el budismo conducía a eso. No lo comprendí sólo ni principalmente por la estatua. Me lo confirmaron sobre todo la acogida delicadamente calurosa del budista que me había recibido y su mirada serena y luminosa. Durante el almuerzo que me ofreció, me habló en confianza y pude intuir algo de la riqueza interior que sus palabras insinuaban. Lo escuché con placer, dejando aparte curiosidades triviales y prejuicios occidentales que sin duda aún arrastraba. Y así fue como el vacío que trataba de hacer en mi mente para permitir que nos comprendiéramos con el corazón y la mirada, hizo posible que mi interlocutor hablase con completa franqueza y se abriera sinceramente y sin reservas a lo que yo después quisiera decirle. Fue un verdadero «diálogo»: palabra que genera comunión transversalmente, no simplemente palabras yuxtapuestas de dos monólogos que caminan paralelamente.

Unos meses más tarde tuve la ocasión de ir un fin de semana a Nikko, un sitio encantador a unas tres horas de Tokio en coche, declarado Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco. En medio de una naturaleza exuberante que, en otoño -que es cuando fuimos-, con el color de las hojas palmeadas de los arces, se viste de un rojo encendido como el ocaso, se alzan espléndidos templos y mausoleos, entre los cuales destaca el de Ieyasu Tokugawa, el fundador de la dinastía militar que gobernó Japón de 1600 a 1868. Como muestra evidente del sincretismo japonés que ha permitido la convivencia del sintoísmo y del budismo durante catorce siglos, santuarios de ambas tradiciones religiosas comparten sin discontinuidad un mismo suelo considerado sagrado. En uno de los templos tuvimos que pasar por delante de varias estatuas budistas. Había mucha gente, pero todos se inclinaban con respeto delante de ellas. Me sentí incómodo, ya que hacer una reverencia también yo, en ese momento lo interpretaba como un acto de veneración, que no quería hacer. Alberto, un compañero italiano de comunidad con más años en Japón que yo a la espalda, se percató de mi apuro y, después de insinuar una leve reverencia, me invitó a proseguir. Cuando salimos, le conté mi perplejidad, y él, quitándole importancia a lo sucedido, me dijo: «Es cuestión de tiempo. No te preocupes ahora. Estoy seguro de que lo verás claro más adelante».

Cuando fui yo quien acogió a amigos budistas en una iglesia católica, lo entendí. Espontáneamente, sin que yo les sugiriera nada, juntaban las manos y se inclinaban con solemnidad cuando pasábamos delante de un crucifijo o de una estatua de la Virgen, y cuando yo me incliné hacia el sagrario, no mostraron ninguna reticencia a seguir mis movimientos. De repente fue como si se deshiciera un nudo que me apretaba desde hacía tiempo. No puede surgir nada negativo de una manifestación de respeto por lo que es importante para los demás, pensé. En los diecisiete años siguientes en Japón, no fueron pocas las ceremonias budistas o interreligiosas en las que participé, y no me fue necesario mucho tiempo para que la melodía de los textos budistas salmodiados me ayudara incluso, en el silencio del corazón, a elevar mi oración al Padre y a Cristo, sintiéndome empujado por el Espíritu Santo.

Necesitamos un corazón sencillo y una mirada pura, y «descalzarnos» de los condicionamientos, para poder distinguir con el «ojo interior» la acción del Espíritu de Dios entre los que parecen muy distintos de nosotros por fuera pero que en el fondo buscan lo mismo: el Amor.
Cinto Busquet


Carta del Agnosticismo a la Fe

Pocas veces se echa mano al género epistolar para hacer la reseña de un libro. No sé qué saldrá de este empeño, pero, en cualquier caso, considero que puede ser la forma más honesta de que un agnóstico se atreva a penetrar en los entresijos de la fe. Los sabios contorsionismos de la razón, pueden y de hecho, se equivocan, pero poco se le puede reprochar a idénticas piruetas del corazón. Por ello, amigo Cinto, porque lo epistolar tiene mucho más que ver con una confesión de iguales, que con una crítica en el estricto sentido de la palabra, quiero escribirte esta carta, en la certeza de que no te puede herir ni viene a infravalorar tu trabajo. Tú lo has dicho: “Del respeto manifestado hacia lo que es importante para los demás, no surgirá nunca nada de malo”.

Admito no ser una exegeta, incluso debo aclarar que recibí una educación laica, pero en alguna osadía me acerqué, a veces, a los textos sagrados, porque hasta para disentir se necesitan armas. Un agnóstico -como muchos creen- no es alguien que niega la existencia de Dios, sino que admite categórica y humildemente su insignificancia para acceder al conocimiento de lo absoluto. Debes perdonarme entonces si me pierdo en los misterios de la Santísima Trinidad, entre los que tú te mueves como pez en el agua, o si entiendo la resurrección de Jesús en otra dimensión humana que nada tiene que ver con la evangélica.

Mi poso cultural tomó de acá y allá algunas nociones al respecto del Creador más en consonancia con mis tristes filosofías de estar por casa. En ese sentido, hizo especial mella la del humanista Marsilio Ficino, quien llegó a decir que: “Dios contiene todas las cosas por ser su origen, y el hombre por ser su centro”, justo en una época, la del Renacimiento, en que muchos Papas malversaron la dignidad que el trono pontificio les había conferido.

Creo que en tus líneas rezuma toda esa sabiduría: esa mezcla de conocimiento arcano y de buena voluntad que hace grandes a los hombres y las obras en que enredan sus manos. Tu testimonio asombra por el coraje y la valentía con que hablas de tus propios sentimientos en una confesión pública a la que no estamos acostumbrados. Te muestras con la fragilidad de un niño ante el amor y con la fuerza de un titán ante la fe, y es esa paradoja la que conmueve e invita a la reflexión.

Sabes que los viejos rudimentos de la razón y las exigencias de la crítica histórica pueden hacernos adversarios en muchas lides, pero me vuelven a consolar tus palabras cuando refiriéndote a la “Santa Casa”, alrededor de la cual se construyó el Santuario de Loreto, tú también admites que, aunque la autenticidad histórica de la leyenda puede ser cuestionable, quien va con espíritu de fe se siente verdaderamente ayudado. En realidad, en el mundo en que vivimos, el dogma hace equilibrismos de funambulista en una cuerda floja -destensada en un ir y venir trasnochado por interpretaciones de siglos-. Él recibe todos los halagos y las alabanzas del creyente, pero también los aldabonazos de quien se resiste a subordinar el raciocinio y las leyes de la naturaleza a las “Sagradas Escrituras”. La fe, sin embargo, es cosa bien distinta y hasta puede conciliarse con palpables evidencias , desbaratadas por los intereses -no siempre loables- del poder y los tiempos.

Nada ha de reverenciar más el hombre que la fe de los hombres, porque ésta es siempre lícita a la vez que necesaria. Tú lo has entendido mejor que nadie en tu audaz peregrinaje espiritual, porque los seres íntegros y sensibles no son extranjeros en ninguna parte.

Ya ves, amigo Cinto, cuántos puntos en común pueden tener un agnóstico y un creyente, aunque, quizá, algunos extremistas de tu lado o del mío se nieguen a aceptarlo. Al menos nosotros sabemos que por encima de ajenas elucubraciones -mejor o peor intencionadas- también nos une la insignificante nimiedad de sentir el mundo con el pálpito sosegado de la poesía. Quizá, la Iglesia se equivocó en alguna ocasión al no valorar en la misma medida a sus profetas que a sus poetas. Que no te desperdicie, porque “ese cielo triste de Nagasaki” o “esa acampada en el campo de exterminio de Dachau” -de camino a Colonia-, de los que hablas en tu obra, evocan imágenes de un lirismo cautivador -digno del último Evangelio-.

Amigo Cinto tú has hecho en solitario el fatigoso camino de Oriente a Occidente en busca de un sentido, por ello sabes, mejor que nadie, que hay caminos demasiado empinados, pedregosos o estrechos para caminarlos sin que salgan a nuestro encuentro.

Confío en que, esta vez, un agnóstico y un creyente se hayan estrechado las manos en mitad de un nuevo camino. Nunca sabemos qué nos deparan los tiempos, ni qué convulsiones nos tiene reservadas la historia.
Montserrat Rico Góngora (escritora)

Puedes leer también la reseña de la escritora Montserrat Rico Góngora Carta del Agnosticismo a la Fe.

Pocas veces se echa mano al género epistolar para hacer la reseña de un libro. No sé qué saldrá de este empeño, pero, en cualquier caso, considero que puede ser la forma más honesta de que un agnóstico se atreva a penetrar en los entresijos de la fe. Los sabios contorsionismos de la razón, pueden y de hecho, se equivocan, pero poco se le puede reprochar a idénticas piruetas del corazón. Por ello, amigo Cinto, porque lo epistolar tiene mucho más que ver con una confesión de iguales, que con una crítica en el estricto sentido de la palabra, quiero escribirte esta carta, en la certeza de que no te puede herir ni viene a infravalorar tu trabajo. Tú lo has dicho: “Del respeto manifestado hacia lo que es importante para los demás, no surgirá nunca nada de malo”.

Admito no ser una exegeta, incluso debo aclarar que recibí una educación laica, pero en alguna osadía me acerqué, a veces, a los textos sagrados, porque hasta para disentir se necesitan armas. Un agnóstico -como muchos creen- no es alguien que niega la existencia de Dios, sino que admite categórica y humildemente su insignificancia para acceder al conocimiento de lo absoluto. Debes perdonarme entonces si me pierdo en los misterios de la Santísima Trinidad, entre los que tú te mueves como pez en el agua, o si entiendo la resurrección de Jesús en otra dimensión humana que nada tiene que ver con la evangélica.

Mi poso cultural tomó de acá y allá algunas nociones al respecto del Creador más en consonancia con mis tristes filosofías de estar por casa. En ese sentido, hizo especial mella la del humanista Marsilio Ficino, quien llegó a decir que: “Dios contiene todas las cosas por ser su origen, y el hombre por ser su centro”, justo en una época, la del Renacimiento, en que muchos Papas malversaron la dignidad que el trono pontificio les había conferido.

Creo que en tus líneas rezuma toda esa sabiduría: esa mezcla de conocimiento arcano y de buena voluntad que hace grandes a los hombres y las obras en que enredan sus manos. Tu testimonio asombra por el coraje y la valentía con que hablas de tus propios sentimientos en una confesión pública a la que no estamos acostumbrados. Te muestras con la fragilidad de un niño ante el amor y con la fuerza de un titán ante la fe, y es esa paradoja la que conmueve e invita a la reflexión.

Sabes que los viejos rudimentos de la razón y las exigencias de la crítica histórica pueden hacernos adversarios en muchas lides, pero me vuelven a consolar tus palabras cuando refiriéndote a la “Santa Casa”, alrededor de la cual se construyó el Santuario de Loreto, tú también admites que, aunque la autenticidad histórica de la leyenda puede ser cuestionable, quien va con espíritu de fe se siente verdaderamente ayudado. En realidad, en el mundo en que vivimos, el dogma hace equilibrismos de funambulista en una cuerda floja -destensada en un ir y venir trasnochado por interpretaciones de siglos-. Él recibe todos los halagos y las alabanzas del creyente, pero también los aldabonazos de quien se resiste a subordinar el raciocinio y las leyes de la naturaleza a las “Sagradas Escrituras”. La fe, sin embargo, es cosa bien distinta y hasta puede conciliarse con palpables evidencias , desbaratadas por los intereses -no siempre loables- del poder y los tiempos.

Nada ha de reverenciar más el hombre que la fe de los hombres, porque ésta es siempre lícita a la vez que necesaria. Tú lo has entendido mejor que nadie en tu audaz peregrinaje espiritual, porque los seres íntegros y sensibles no son extranjeros en ninguna parte.

Ya ves, amigo Cinto, cuántos puntos en común pueden tener un agnóstico y un creyente, aunque, quizá, algunos extremistas de tu lado o del mío se nieguen a aceptarlo. Al menos nosotros sabemos que por encima de ajenas elucubraciones -mejor o peor intencionadas- también nos une la insignificante nimiedad de sentir el mundo con el pálpito sosegado de la poesía. Quizá, la Iglesia se equivocó en alguna ocasión al no valorar en la misma medida a sus profetas que a sus poetas. Que no te desperdicie, porque “ese cielo triste de Nagasaki” o “esa acampada en el campo de exterminio de Dachau” -de camino a Colonia-, de los que hablas en tu obra, evocan imágenes de un lirismo cautivador -digno del último Evangelio-.

Amigo Cinto tú has hecho en solitario el fatigoso camino de Oriente a Occidente en busca de un sentido, por ello sabes, mejor que nadie, que hay caminos demasiado empinados, pedregosos o estrechos para caminarlos sin que salgan a nuestro encuentro.

Confío en que, esta vez, un agnóstico y un creyente se hayan estrechado las manos en mitad de un nuevo camino. Nunca sabemos qué nos deparan los tiempos, ni qué convulsiones nos tiene reservadas la historia.
Montserrat Rico Góngora (escritora)


Comentarios de los lectores al libro ENTRE ORIENTE Y OCCIDENTE de Cinto Busquet

En tu libro he encontrado cosas que estoy esperando oír en el Movimiento de los Focolares desde que lo conocí en l970 y cosas que también estoy esperando oír de la boca de un sacerdote, desde que he nacido en l942. He encontrado vocación de diálogo, profunda sinceridad, alegría verdadera, y tal vez la experiencia de que la conversión dura toda la vida aunque, unos son más dóciles, por lo que dan abundantísimos frutos y otros más rebeldes como yo, estériles pero confiados en que el Eterno Padre tiene paciencia infinita, al menos hasta que me llame a Juicio…

No he leído tu libro de un tirón, sino que lo he interrumpido varias veces, no para hacer “una profunda meditación” sino para decir en uno de mis arrebatos de alegría: ¡Dios te bendiga, Dios te bendiga, Dios te bendiga Cinto! Como siempre, estos arrebatos míos no desembocan en un cambio, eficaz y duradero, pero sin embargo son de esos “recuerdos vivos” que yo llamo y que me permiten renovar la esperanza cuando tantas veces se me apaga. ¡Cuánta necesidad de maestros del diálogo que hay por estos “madriles”!

Antonio Ferreras (Madrid)

Sin ser una autobiografía, Cinto Busquet ha hecho un relato de su hermosa vida, dibujando los momentos más sobresalientes. En los primeros momentos me sentí reflejado a su lado, recorriendo un camino común. Conozco las calles y los rincones de Girona, por donde paseábamos, compartíamos inquietudes e ideales.

Luego va desgranando una larga etapa de su vida, para mi desconocida, y aprecié sus experiencias, sus descubrimientos, su pasión por la vida y el hombre, dondequiera que éste se encuentre.

Otro aspecto de su libro es el deseo de compartir con cuantos lo lean su Ideal: vivir ese amor que Jesús ha encarnado plenamente. El libro trasluce un alma bella, la de alguien que ha hecho un gran descubrimiento, se ha lanzado en pos de él y arde en deseos de compartir con muchos esa felicidad. Cinto es él mismo, con toda la carga ideal y de pureza que ya lo caracterizaba en aquellos años de adolescencia y juventud en los que lo conocí. Y eso me produce una gran alegría. Desde ese lado me ha estimulado a no desfallecer ante cualquier nueva situación que se me presente.

Ha recorrido mucho mundo, ha conocido a muchas personas, ha profundizado en muchas cuestiones y siente un gran deseo de compartir todos estos descubrimientos. Yo he viajado también y he vivido muchas experiencias y también he hecho algunos descubrimientos, aunque mis conclusiones a veces han sido algo diferentes. Sin embargo, comparto con Cinto la fe y la ilusión, la esperanza en Jesús. Sigue siendo el motor, el sentido de mi vida.

Francisco Querol (Benidorm)

Entre Oriente y Occidente es ante todo el testimonio de un cristiano, pero sin un afán proselitista. Lo novedoso es que, muy a menudo, Busquet enfrenta las visiones de Oriente con las tradiciones judeocristianas de Occidente en muchas de las situaciones e interrogantes que asaltan a cristianos y escépticos (de hecho es un experto en esto que ahora está tan de moda: el diálogo intercultural e interreligioso). Busquet es un hombre de espíritu (como otro catalán de adopción: Xavier Zubiri) y Espíritu, y sabe transmitirlos en su prosa.

Pedro Cintas (Badajoz)

Hola, Cinto, como al final de tu libro nos invitabas a escribirte me parecía que debía hacerlo. Después de leerlo sentía que debía agradecerte el haberlo escrito. Para mí que tengo ya cuarenta y cuatro años y que en cierto modo había perdido un poco esa fascinación por un Dios que acoge y ama inmensamente a todos, ha sido volver a reconocerlo en tu experiencia. En muchos momentos he vuelto a sentir lo mismo que cuando, a los dieciséis años, conocí el movimento de los Focolares y descubrí la vida del Evangelio.

Carmen Toledo (Dos Hermanas – Sevilla)

¿Quién podría rechazar un agradable paseo acompañado de un amigo? De este modo está planteado Entre Oriente y Occidente, como un camino compartido lleno de confidencias y vivencias personales.
Acepté la invitación encantada e inicié la ruta dejándome llevar por el entusiasmo y la fe de Cinto. No fueron pocos los momentos en los que me embargó la emoción y me sentí cautivada por la sinceridad y naturalidad con la que el autor exponía sus sentimientos más íntimos.
Al final del recorrido, el convencimiento de que no es bueno caminar solo. Que la compañía de los demás nos ayuda y enriquece y, sobre todo, nos hace el camino mucho más agradable.

Imma Lidón (Girona)
Editorial Ciudad Nueva 240 págs. – 2ª ed. 2011 – 14,00 €

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