Vox populi, vox Dei

Los recientes acontecimientos en el mundo árabe que, de manera inesperada y con inusual rapidez, están transformando el panorama político de Oriente Próximo, han puesto una vez más en evidencia que los verdaderos protagonistas de la historia no son las ideologías o los estados, sino los pueblos y las personas que no se resignan a una situación injusta. Un joven egipcio escribía en su portal de Facebook, el mismo día que abandonaba el poder el presidente Mubarak: «Hemos sido nosotros los que lo hemos conseguido, todo el pueblo egipcio».

Creo que Antoni Bassas, desde Washington, ha expresado bien lo que está en la raíz de este fenómeno, diciendo que «la historia siempre es la misma: la lucha de un pueblo por su dignidad colectiva y el deseo humano de libertad capaz de convertirse en una fuerza incontenible».

El hombre ha sido creado por Dios libre y responsable de su propio destino, y este proyecto personal de libertad y de responsabilidad toma forma y se materializa siempre con y por la comunidad de la que se forma parte. El hombre no se puede realizar plenamente como tal sino en la libertad y junto con los demás. Y estos «otros» son todos los demás, considerados como iguales y poseedores de la misma dignidad que se desea ver reconocida para uno mismo. Sin embargo, esta visión universalista del humanismo cristiano es genuina y auténtica, sólo si se encarna en el ámbito natural de acción de cada persona, que tiene en la pertenencia a un colectivo nacional determinado un punto de referencia fundamental.

En la plaza Tahrir de El Cairo, durante los dieciocho días que se convirtió en el centro neurálgico de la resistencia del pueblo egipcio al régimen establecido, entre muchas proclamas democratizadoras y sobre todo cuando el panorama se ponía más negro, una expresión muy querida por los musulmanes se hizo oír a menudo en medio de la multitud congregada: Allah’Akbar, «¡Dios es más grande!». Por más contrariedades que las personas y los pueblos tengan que afrontar, la última palabra no la tienen ni los dictadores ni las circunstancias adversas, sino Dios que está por encima de todos y de todo y que, más o menos visiblemente, acompaña providentemente a los hombres y a los pueblos, que Él ama.

La fe en Dios Omnipotente y Misericordioso, Señor de la historia, nos hermana a cristianos, musulmanes y judíos. Esta fe nunca tendría que llevar a teocracias fundamentalistas ni justificar dictaduras que se aprovechan de los sentimientos religiosos para los intereses de unos pocos. Creer en Dios lleva a creer en las personas y en los pueblos, y es por eso que la fe es un potente móvil que impele a trabajar por la democracia y la justicia social. Porque Dios siempre es el Dios de todos los seres humanos y de todos los pueblos, y quiere el bien del pueblo. Y lo que quiere el pueblo cuando está movido por causas nobles, es lo que quiere Dios: Vox populi, vox Dei.

Cinto Busquet
La Seu d’Urgell, febrero 2011

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