¿Silencio o Denuncia?

Me gustaría poder escribir sobre cualquiera de las muchas situaciones problemáticas o interesantes que existen en nuestro mundo; pero me resulta difícil, mientras tengamos injusticias institucionalizadas de forma flagrante y dolorosa en nuestro país. Ciertamente, el mundo no se termina en el procés catalán, pero no hablar de ello ahora con claridad desde la Iglesia, a la luz de los grandes valores evangélicos y humanistas que deberían caracterizarnos, creo que nos hace cómplices de un statu quo envenenado que algunos desearían perpetuar como si no hubiera pasado nada.

Los eclesiásticos catalanes que nos hemos pronunciado públicamente sobre los derechos fundamentales de las personas y de los pueblos, siguiendo los principios de la Doctrina Social de la Iglesia, hemos tenido que escuchar que debemos ser pastores de todos y que deberíamos callar sobre un tema en el que la propia sociedad catalana no se pone unánimemente de acuerdo. No tengo ninguna duda de que, como cristiano y como sacerdote, mi primer deber en este campo es fomentar la concordia y la reconciliación, trabajar para recoser fracturas y sanar heridas; pero precisamente por eso, estoy convencido de que no se debe silenciar la verdad ni negar el mal cometido, porque el entendimiento y la fraternidad nunca podrán ser el fruto de la imposición del relato de los que tienen más instrumentos institucionales de coerción sobre los que solo tienen la fuerza moral de sus argumentos. En este sentido, la reciente nota conjunta de los obispos catalanes sobre la necesidad de encontrar “una solución justa” a un “problema político” ha sido muy explícita.

Cuando tenemos personas honestas que cuentan con el apoyo de millones de ciudadanos, encarceladas o amenazadas con la prisión solo por el hecho de haber defendido los derechos legítimos de Cataluña como nación, no es cuestión de mantener la neutralidad de la Iglesia en temas políticos opinables, sino que se trata de ser fieles al espíritu cristiano que debería obligarnos a defender siempre sobre todo a los más débiles y a los que ven pisoteados sus derechos y su dignidad. Digámoslo con acierto e inteligentemente, pero no pequemos de excesiva prudencia, porque con nuestro silencio, podríamos estar bendiciendo la violencia y el odio que, desde hace demasiado tiempo, están propiciando los que se presentan como paladines de la legalidad vigente.

Ante el pacifismo y la voluntad de diálogo del movimiento soberanista catalán, encontramos un Estado que sigue coaccionando, castigando y reprimiendo. Más allá de los propios sentimientos de pertenencia nacional, me parece que los cristianos deberíamos tener claro de qué lado nos hemos de poner cuando se trata de defender a las personas inocentes que están injustamente privadas de su libertad.

 

Cinto Busquet


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