Cuarta reflexión: «La virgen tendrá un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Mt 1,23)

El Dios-con-nosotros que se nos manifiesta plenamente en la humanidad de Jesús, ha querido nacer de una virgen. No se trata de una bella fábula mitológica o de una metáfora teológica: la fe de la Iglesia, desde sus orígenes, profesa que el Hijo de Dios se hizo uno de nosotros en el seno de María sin más intervención humana que la adhesión libre y total de la misma María a la acción del Espíritu Santo. La virginidad de María pone de relieve que la persona de Jesús, en su identidad más profunda, proviene plenamente de Dios. Es la docilidad sin reservas de María a la acción del Espíritu, sin cálculos ni lógicas meramente terrenales, lo que permite al Dios invisible encarnarse en ella y hacerse visible en el hijo que el Padre del Cielo le confía.

Si queremos que Dios se haga realmente presente en nuestras vidas, no podemos tenerlo todo bien controlado y programado. Necesitamos abrirnos a la novedad del Espíritu, que no sólo potencia nuestras posibilidades previsibles, sino que nos hace descubrir en nuestra existencia horizontes completamente inesperados. Dios no altera caprichosamente las leyes de la naturaleza y respeta hasta el fondo nuestra autonomía, pero al mismo tiempo, cuando nos adherimos a su voluntad y acogemos su Espíritu, puede llevar a cabo en nosotros lo que nunca hubiéramos logrado solos, sólo con nuestras capacidades y fuerzas.

También en el tiempo actual, de un modo espiritual pero real, podemos hacer posible que Jesús nazca y crezca en nosotros y entre nosotros. Basta un corazón que crea, ame y espere, como la Virgen de Nazaret.

Cinto Busquet
Puigcerdá, diciembre de 2013

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